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Romance de Abenámar y el rey don Juan, autor anónimo



—¡Abenámar, Abenámar,

moro de la morería,

el día que tú naciste

grandes señales había!

Estaba la mar en calma,

la luna estaba crecida;

moro que en tal signo nace

no debe decir mentira.

—No te la diré, señor,

aunque me cueste la vida,

porque soy hijo de un moro

y una cristiana cautiva;

siendo yo niño y muchacho

mi madre me lo decía

que mentira no dijese,

que era grande villanía;

por tanto pregunta, rey,

que la verdad te diría.

—Yo te agradezco, Abenámar,

aquesta tu cortesía.

¿Qué castillos son aquéllos?

¡Altos son y relucían!

—El Alhambra era, señor,

y la otra, la mezquita;

los otros, los Alixares,

labrados a maravilla.

El moro que los labraba,

cien doblas ganaba al día,

y el día que no los labra

otras tantas se perdía;

desque los tuvo labrados,

el rey le quitó la vida

porque no labre otros tales

al rey de Andalucía.

El otro es Torres Bermejas,

castillo de gran valía;

el otro Generalife,

huerta que par no tenía.

Allí hablara el rey don Juan,

bien oiréis lo que decía:

—Si tú quisieras, Granada,

contigo me casaría;

daréte en arras y dote

a Córdoba y a Sevilla.

—Casada soy, rey don Juan,

casada soy, que no viuda;

el moro que a mí me tiene

muy grande bien me quería.

Hablara allí el rey don Juan,

estas palabras decía:

—Échenme acá mis lombardas

doña Sancha y doña Elvira;

tiraremos a lo alto,

lo bajo ello se daría.

El combate era tan fuerte

que grande temor ponía.

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