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Una flor menos, Pedro Antonio de Alarcón




A la orilla de un plácido arroyuelo,

que en sus cristales nítidos retrata

el verde margen y el tranquilo cielo...

—lengua armoniosa de fulgente plata,

que siempre está contando sin recelo

de aquella soledad la vida grata,—

una noche clarísima y serena

nació una melancólica azucena.


Esto pasó en Abril. —El sol de Mayo

miróla ya, formada y entreabierta,

beber ansiosa el matutino rayo,

cual alma jóven que al amor despierta...

Y ya las brisas, con falaz desmayo,

de su fragancia virgen, leve, incierta,

los primeros efluvios le robaban...

que con frías lisonjas le pagaban.


En Junio... la magnífica azucena,

sultana favorita entre las flores,

gala y encanto de la orilla amena,

hechizo de los céfiros traidores,

ya prodigaba, de ufanía llena,

al aire... sus balsámicos olores,

su candidez... al sol, su risa... al cielo

y su imagen... al lúbrico arroyuelo.


Y, en pago, la besaba el sol ardiente,

suspirando halagábala la brisa,

requiebros le decía la corriente

que a sus pies deslizábase sumisa,

las aves la cantaban tiernamente,

y aplacíase el cielo en su sonrisa...

mas la luna (tal vez por experiencia),

velaba sin sosiego su inocencia.


Una tarde de Julio, en que su velo

el crepúsculo al cabo recogía,

sin que tornase a levantar el vuelo

el aura que en los árboles dormía,

al extinguirse en el confín del cielo

la postrimera claridad del día,

dobló la flor su frente nacarada,

pensando... ¿en qué? —Seguramente en nada.


Y no porque era flor: —que una doncella

tampoco suele meditar gran cosa

cuando está enamorada y es muy bella.—

Dobló, pues, la cerviz la flor hermosa,

y durmió o no durmió... ¡Sábelo ella!

Yo diré que yacía silenciosa,

cuando poco después de media noche

la despertó de su letargo un coche.


Era el carro de plata de la luna

que aparecía entonces por Oriente,

como hermosa Duquesa que a la una

regresa del teatro muellemente.

—Un trovador (acaso sin fortuna)

alzó en esto su cántico doliente...

¡Era aquel ruiseñor que siempre canta

cuando la tarda luna se levanta!


¡Noche temible! —Suspiraba el viento...

Hablaba el cielo amor... Besos de llama

se enviaban allá en el firmamento

las remotas estrellas... No había rama,

ni flor, ni ser, ni piedra, ni elemento,

madriguera, cubil, nido ni cama

que amor... eterno amor no respirase,

amando cada cual según su clase.


¡Cómo temblaba la azucena pura!

Su lánguida cabeza reclinaba

sobre un lirio de espléndida blancura...

El aura leve apenas les tocaba...

La luna, deteniéndose en la altura,

besos de claridad les enviaba,

y el ruiseñor trinando les decía:

«¡Amad... amad... que aún falta mucho al día!»


¡Noche estrellada; bendecida hora;

lágrimas que envidioso el firmamento

sobre esas flores que se abrazan llora;

exhalaciones que cruzáis el viento;

espíritus que el aire en sí atesora;

calor, perfume, plática o aliento

que de esos blancos lirios se desprende...

misterios de su amor... ¿quién os entiende?


Al otro día... Agosto principiaba

—Amaneció. —Y el sol (que de las flores

a castigar los vicios empezaba,

fulminando sus rayos destructores

sobre todas aquellas que encontraba

faltas de sueño y pálidas de amores)

vio mustia y ojerosa a la azucena,

y de un flechazo la tendió en la arena.


¡Mísera flor! ¡Cuán breve fue su historia!

¡Y cuán pronto olvidada! Ni la luna,

ni el sol, ni el viento guardan su memoria...

—Y, a la verdad, razón no encuentro alguna

para que impriman tan común historia...

Si ayer murió una flor, o más de una,

hoy los prados de flores están llenos...

¿Qué importa una flor más o una flor menos?


Que fue muy bella... porque Dios la hizo...

Gloria es esa de Dios, pero no de ella.—

Que amó, y un lirio le robó su hechizo...

Esto es frecuente en la que nace bella.—

Que el sol, celoso, entonces, la deshizo...

¡Muera así toda impúdica doncella!—

Que el lirio está por otra moribundo...

Y que haya un lirio más, ¿qué importa al mundo?

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