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Al final de la selva

Actualizado: 8 sept 2019




Miró el interior del vagón y, con cierto alivio, comprobó que no había nadie en el interior. Así era mejor. Si algo no disfrutaba era tener que viajar entre una multitud ruidosa; aquello le resultaba agobiante. Buscó con la mirada un asiento sencillo del lado de la sombra, dejó su bolso de cuero en el compartimiento superior y se acomodó contra la ventana. Al detener sus ojos en la vegetación florida volvió a tener el mismo pensamiento: la estación Aristóbulo del Valle, del ferrocarril Belgrano, parecía una selva. Sí, una selva con enredaderas y flores violetas por todas partes, donde el sol se colaba por pequeños huecos. Si se concentraba, incluso le parecía escuchar el zumbido de mosquitos tropicales. Era una lástima que el verde paisaje se interrumpiera tan abruptamente a escasos metros de distancia.


Mientras reflexionaba sobre estas cuestiones el tren arrancó de golpe, provocando una fuerte sacudida que casi lo tira del banco. Pero afortunadamente llegó a agarrarse a tiempo del borde del asiento de enfrente, y luego se volvió a colocar en la misma posición de antes. Sin embargo, se sorprendió de ver que los habituales edificios que acaparaban todo el protagonismo estaban tardando bastante en mostrarse. A pesar de que ya habían pasado más de cinco minutos desde que el vehículo dejara la estación, el verdor intenso de las plantas y el batir de las alas de los insectos seguía acompañándolo a medida que avanzaba. Además, empezaba a notar una repentina sensación de calor y humedad envolviendo la atmósfera. Como para cerciorarse de su premonición, miró hacia el otro lado del vagón vacío, y todo lo que encontró fue árboles y maleza.


Intentó mantener la calma a pesar de la situación. Logró focalizar su mente en una cosa concreta: agua. Tenía mucha sed, recién ahora se daba cuenta, y deseó tener al menos una pequeña botella para calmar el ardor de su garganta. Al dirigir la vista al suelo gris pudo divisar lo que tanto anhelaba. Un poco incrédulo, supuso que algún pasajero habría olvidado levantar su bebida al dejar el transporte. Ansioso, destapó la botella de plástico con la mano izquierda y vertió el líquido fresco dentro de su boca con la derecha. Nunca se había alegrado tanto de poder saborear un poco de agua. Y así, sin que él se diera cuenta, el aparato se fue deteniendo despacio hasta quedar completamente parado en medio de la selva. Definitivamente no llegaría a su trabajo a tiempo, si es que acaso lograba salir de dondequiera que se encontraba.


Esta vez no pudo contenerse y dejó escapar un resoplido fuerte que le vació los pulmones. Era el colmo. En cuanto pudiera librarse de esa pesadilla demandaría a la compañía. Que lo llevaran hasta un lugar que no formaba parte del recorrido podía perdonarlo, pero que lo abandonaran a su suerte en una selva desconocida era simplemente inaceptable. No iba a quedarse tranquilo. Y como si el cielo estuviera de acuerdo con sus afirmaciones internas, un sonido estridente acompañado de un resplandor breve rebotó contra cada piedra y cada tronco de aquel ensamble vegetal. Considerando el presagio de tormenta que había percibido, decidió que era mejor permanecer a cubierto dentro de la caja de metal. Y en ese mismo instante, enormes gotas de lluvia comenzaron a repiquetear sobre el techo del vagón, salpicando los vidrios y mezclándose con la capa de polvo que los cubría.


Durante casi media hora no cesó de divagar en cuestiones filosóficas, que era lo que solía hacer cuando el aburrimiento lo hallaba sin libros, ni música, ni una cama blanda donde descansar. Pero su meditación se vio súbitamente interrumpida por un sentimiento de terror y desesperación. Sin que supiera cómo, el agua se había filtrado por las hendiduras y orificios diminutos y ahora le llegaba casi hasta los hombros. De ahí para abajo estaba sumergido y apenas se mantenía a flote. Entumecido por un frío repentino, le costó mucho mover los brazos y las piernas enfundados en su traje oscuro, pero finalmente logró salir de allí de una pieza, aunque empapado y temblando. El miedo empezó a hacerse presente, palpable, corpóreo. Poco a poco, el miedo fue creciendo como una planta, echando raíces, dando brotes.


De modo que, luego de caminar entre la hierba mojada y embarrarse hasta los tobillos, se topó con una flor silvestre desmesuradamente grande, como del tamaño de una persona o incluso mayor. De lejos parecía algo monstruoso, sin embargo, al acercarse más era posible encontrar cierta belleza exótica en sus aterciopelados pétalos color fucsia, sus enormes estambres amarillos y esa fragancia dulzona que desprendía su interior. De hecho, al quedar enteramente frente a ella, sintió surgir en su ser aquella curiosidad innata que rara vez sobrevive a la infancia. Tal fue su emoción que se apresuró a entrometerse en las entrañas de la impresionante criatura, de la misma forma en que cae una mosca en la invisible trampa tejida con esmero por la astuta araña. Fue un error de explorador novato, una simple equivocación que le iba a costar muy, muy caro.


En cuanto su cuerpo se hubo introducido totalmente dentro de la flor, aquellos bonitos pétalos que un segundo antes miraba con admiración se convirtieron de pronto en la cárcel más aterradora que hubiera imaginado jamás. Dentro de la celda que formaron al cerrarse, atrapados entre dientes verdosos cubiertos de ácido clorofílico, se encontraban los restos de abejas, mariposas y gusanos; todos ellos de enormes proporciones y descomponiéndose lentamente para que la inocente flor pudiera nutrirse de sus proteínas y minerales. Era, sin duda, el escenario más espantoso que hubiera presenciado nunca. En el momento en el que vio aquello perdió toda esperanza, si es que había existido alguna, de alcanzar a salir con vida de entre esa tumba verde y frondosa. Y entonces quiso gritar, trató de hacerlo con todas sus fuerzas, pero las palabras se ahogaron en sus labios. Se había quedado mudo.


Sabiéndose condenado a una muerte horrible y en absoluta soledad, pidió un último deseo egoísta dentro de su mente. Allí, a punto de perecer, deseó que alguien estuviera con él para verlo morir. Y una vez más, su petición silenciosa le fue concedida. Entre bruscos movimientos producto del huracanado viento que había empezado a soplar, una voz irritante y opaca de hombre anunció por los altavoces parte de un mensaje grabado: «(...) Sumando responsabilidades evitamos accidentes. Recuerde que transgredir estas recomendaciones está penado por la Ley de Ferrocarriles». Y así de repente, como un balde de agua helada sobre la cabeza, la realidad rutinaria se cirnió sobre él. Afortunadamente no había nadie dentro del vagón, nadie que pudiera burlarse de un treintañero que despertó temblando como una hoja y con lágrimas en los ojos.


Demás está decir que nunca jamás pudo volver a pegar un ojo dentro de aquellos vagones malditos por lo que, al cabo de una semana, tomó la decisión de realizar todos sus viajes en taxi, colectivo o cualquier otra cosa. Lo que fuera menos tener que subir a ese tren infernal, capaz de transportarlo a las regiones más espeluznantes del mundo onírico. Desde esa terrible experiencia, que culminó en su despido por llegar tarde tres días consecutivos (de nada hubiera servido pasar más vergüenza explicando los motivos de su tardanza), no fue capaz de recuperar la fuerza y la seguridad propias de la juventud. Tal es así que, después de varios meses sin encontrar otro trabajo, juntó sus cosas en una valija prestada y se fue haciendo dedo hasta llegar a Misiones. Ahí alquiló un cuartito con lo poco que tenía y dedicó el resto de su vida a cosechar yerba mate junto con los trabajadores nativos.

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