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Catorce de abril




Acabo de lavarme las manos, el agua estaba helada; salía con fuerza, hay buena presión. Me quedó el olor a jabón en la piel. En la casa hablan, y nadie le presta atención a la radio, que está prendida. Parece de adorno. Se oye algo de viento, y está fresco, pero no hay nubes. El cielo se ve azul, despejado. Hoy hay bastante movimiento, hace poco se hicieron unos arreglos en la casa, hay que acomodar todo. Afuera hay una montaña de tierra, a los gatos les llama la atención.


En el patio tenemos una planta de calabazas, con flores grandes y amarillas, llena de hojas; ahora está dando frutos. Mientras la observo, alguien pone tierra en una maceta de plástico negro, en un intento de hacer crecer un ramillete de hojas de albahaca. Dice que a las plantas hay que regarlas todos lo días. De repente un avión pasa por encima de mi cabeza, pero yo no lo veo, tan solo oigo el rumor de las turbinas; los rayos del mediodía me impiden alzar la vista en su dirección.


En el fondo un cúmulo de hojas alargadas y oscuras es sacudido por el viento de otoño. Me sugieren que allí es un buen lugar para armar una huerta. Puede ser. Le pregunto si le da mucho el sol, pero me dice que no. Uno de los gatos siente curiosidad por la hierba recién plantada. Le dicen que se aleje, pero él no entiende. Siguen hablando sobre las plantas, pasan al tema de las noticias; mencionan la pobreza de los indígenas en Salta, dicen que es culpa del gobierno, creo que tienen razón.


Otro gato se acuesta debajo de una silla plegable, hecha de cintas rojas de algún derivado del petróleo. Sobre el pasto diviso una pava y un mate. Hace rato que nadie ceba. No te dejan en paz, llego a escuchar. Es una referencia a los animales. No saben que estoy escribiendo en una libreta, que me encuentro narrando lo que hacen, lo que dicen. Observándolos en silencio. Me acaban de poner un sombrero negro sobre la cabeza. Alguien comenta que con eso sí parezco una escritora, que le hago acordar a Hemingway.


Los perros de los vecinos ladran desde lejos. Me hacen un chiste, y yo me río. La casa de enfrente, una construcción de dos plantas a las que se le ven los ladrillos desnudos, parece desocupada. Pero yo sé que siguen ahí dentro; y que son una familia numerosa. Pienso esto y después le toco las orejas al gato que está cerca de mí, pero no le gusta. Entonces de levanta y se va a otra parte, pero igual me mira desde la distancia. Sigo siendo su dueña.


De repente pasa volando una mariposa amarilla, casi del color de un resaltador de texto. Es diminuta, y se mueve a una velocidad considerable. Se dirige hacia el frente de la casa, donde hay flores adornando la entrada, cerca de los muros, contra las paredes. Y justo cuando estoy escribiendo la tinta se me acaba, y tengo ir a buscar otra lapicera. Pero no me olvido de la escena anterior, esa que estaba a punto de contar; aquella en la que uno de los gatos, mi favorito, yacía agazapado sobre el césped, a punto de abalanzarse sobre un lepidóptero anaranjado. Como era de esperarse, este se fue agitando las alas, igual que el primero.


Una hamaca de metal con asientos para dos, cubierta con diferentes telas y materiales sintéticos, nos hace sombra. Un ave surca el cielo infinito, abajo solo hay moscas y abejas. Pero estas últimas prefieren un arbusto redondeado, con flores de un rojo profundo y pistilos amarillos; se encuentra varios metros detrás de mí. Luego, dos felinos —hermanos— pasan corriendo, uno detrás del otro, persiguiéndose mutuamente. Y el tercero nos mira a nosotras, que partimos una calabaza recién cosechada. Al final la baya, en forma de puré, termina en mi plato. Está riquísima.

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