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El hombre del violonchelo



Para ser sincera, no sabría decir con precisión cuándo fue la primera vez que lo vi; pero intentaré explicar la extraña conexión que se formó entre nosotros desde el instante mismo en que oí su música. Al hombre del violonchelo, cuyo nombre nunca llegué a saber, solía encontrármelo, prácticamente todos los días, en el pequeño pasillo subterráneo que conducía a las vías por donde pasaban las formaciones de la línea E. Lo que yo más disfrutaba era cuando tocaba a Bach, pero no siempre lo hacía. A veces me era imposible reconocer las canciones, pero igual me alegraba saber que estaba ahí, compartiendo su arte con los viajeros que circulaban apurados y aburridos, con la cabeza en quién sabe qué cosas.


De modo que, al cabo de un tiempo, escucharle tocar se convirtió en una rutina. Cada vez que me acercaba hasta la estación, que era casi todos los días, tenía el presentimiento, o acaso la certeza, de que me encontraría de nuevo con su figura solemne, sentado en una banqueta de madera, ejecutando una melodía de alguno de los autores clásicos. Y esto se repitió rigurosamente durante más o menos un año, hasta una fría mañana de abril de 2019. Aquel día —nunca podré olvidarlo—, me había parecido un día triste y melancólico, quizá debido al cielo gris, a punto de derramar sus lágrimas.


A lo largo de mi atareada jornada, había pensado muchas veces en regresar a mi casa, sabiendo que debería pasar inevitablemente por donde el viejo músico demostraba su habilidad. En el fondo, creo que era simplemente una excusa; que lo único que quería era comprobar si seguía allí, con su violonchelo brillante y su ánimo siempre en alto. De alguna forma, era como si su instrumento y yo tuviéramos algún tipo de ligadura invisible e íntima que nos unía de una forma trascendental. Es cierto que yo apreciaba la música y que me sentía atraída hacia ella desde muy niña, pero esto era diferente, era especial.


Alguna vez, según creo recordar, lo había saludado con entusiasmo durante mi apresurada caminata por el corto pasillo. Como respuesta él me había mirado durante unos segundos mientras continuaba con su acto. Hasta este momento, nunca me había percatado de que jamás soltó una palabra mientras estuvo allí, ni a mí ni a nadie más. Pero volviendo a ese día, debo decir que los sucesos parecieron tan irreales que me cuesta creerlos incluso a mí —aunque fui yo quien los vivió—. Aquel día terminé mis actividades más tarde de lo habitual y, en cuanto llegó el momento, me dirigí lo más rápido que pude hasta donde esa música hipnotizante y embriagadora me esperaba diariamente.


Cuando finalmente aparecí allí pude ver el lugar que ocupaba totalmente vacío. No estaba su pequeño asiento, ni su enorme instrumento y, por supuesto, no estaba él. De inmediato comencé a preguntar a todos los que pasaban por esa parada si lo habían visto en algún momento del día pero, al parecer, nadie tenía idea de lo que yo estaba hablando. Ni una sola persona, ni la gente de la boletería ni los oficiales que se turnaban para custodiar sabían nada de ningún músico que tocara el violonchelo en la estación Independencia de la línea E. Nadie más parecía haber notado su ausencia, excepto yo. Era como si fuera invisible, como si nunca hubiera existido, como si me lo hubiera imaginado yo o como si hubiera estado viendo un fantasma durante todo ese tiempo. Me pareció totalmente increíble.


Aquella noche, justo antes de dormir, intenté quedarme tranquila y decirme a mí misma que no estaba pasando nada, que todo se arreglaría. Pero, muy dentro mío, tenía el conocimiento tácito de que nunca más volvería a encontrar su mirada clavada en las partituras de Bach, ni escucharía esa música intensa como el color de la sangre, el calor del verano, el resplandor del mediodía o el dolor de la muerte. Al día siguiente, cuando mis terribles sospechas se hicieron realidad, sentí como si una parte de mí se hubiera ido junto con esa melodía que había dejado de sonar de repente. Y desde entonces he intentado recuperarla de muchísimas formas, siempre inútilmente. Por eso, cuando alguien que no me conoce me pregunta la razón por la que empecé a estudiar música, recuerdo al hombre del violonchelo y me entran ganas de llorar; y esquivo la pregunta, o contesto muy vagamente. Hasta el día de hoy, si me abstraigo del contexto, me parece que puedo oír sus canciones entremezcladas con el silbido del viento.

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