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El reino que fracasó


*Esta historia fue escrita por Haruki Murakami y publicada originalmente en inglés, en la revista The New Yorker. Lo que sigue es una traducción al español de dicho relato.

 



Justo detrás del reino que fracasó corría un bonito y pequeño río. Era una clara, hermosa corriente, y muchos peces vivían en ella. La maleza crecía allí, también, y los peces se la comían. A ellos no les importaba si el reino había fracasado o no, por supuesto. Si era un reino o una república no hacía la diferencia. Ellos no votaban ni pagaban impuestos. No hay diferencia para nosotros, pensaban.


Lavé mis pies en la corriente. Sumergirlos brevemente en el agua helada los volvió colorados. Desde ahí se podía ver los muros y la torre del castillo en el reino que había fracasado. La bandera de dos colores todavía volaba desde la torre, flotando en la brisa. Todo aquel que pasara por la ribera del río podía verla y decir: “Hey, miren eso. Es la bandera del reino que fracasó”.


Q y yo somos amigos —o debería decir, fuimos amigos en la universidad. Han pasado más de diez años desde que los dos hicimos algo de lo que los amigos hacen. Es por eso que utilizo el tiempo pasado. De cualquier manera, nosotros éramos amigos.


Cada vez que intento contarle a alguien acerca de Q —describirlo como persona—, me siento totalmente incapaz. Yo nunca fui muy bueno explicando nada, pero, incluso teniendo esto en cuenta, es un desafío especial tratar de describir a Q delante de alguien. Y cuando realmente lo intento me abruma un profundo, hondo sentimiento de desesperación.


Déjenme hacer esto lo más simple que pueda.


Q y yo tenemos la misma edad, pero él es como quinientas setenta veces más apuesto. Él tiene una agradable personalidad, también. Él nunca es agresivo o jactancioso, y nunca se enoja si alguien accidentalmente le causa un problema. “Oh, está bien”, diría él. “Yo también lo he hecho”. Pero, en realidad, yo nunca escuché que él le hiciera nada malo a nadie.


Él era bien educado, además. Su padre era un doctor que tenía su propia clínica en la isla de Shikoku, lo que significa que Q nunca quiso que le dieran una mensualidad. No es que fuera extravagante con el dinero. Él vestía de forma elegante y también era un atleta impresionante, que había jugado tenis interescolar en la secundaria. Disfrutaba nadar e iba a la piscina al menos dos veces por semana. Políticamente, era un liberal moderado. Sus notas, si no sobresalientes, eran al menos buenas. Casi nunca estudiaba para los exámenes, pero nunca reprobó un curso. Él de verdad escuchaba las lecciones.


Era sorprendentemente talentoso en el piano, y tenía muchas grabaciones de Bill Evans y Mozart. Sus escritores favoritos tendían a ser franceses —Balzac y Maupassant. A veces leía una novela de Kenzaburo Oe o de algún otro autor. Sus críticas siempre eran acertadas.


Él era popular con las mujeres, naturalmente lo suficiente. Pero no era uno de esos tipos que “pone las manos en todas las que puede”. Tenía una novia formal, una bonita estudiante de segundo año de una de las elegantes universidades femeninas. Ellos salían juntos cada domingo.


Cómo sea, ese era el Q que yo conocí en la facultad. En resumen, era un personaje sin defectos.


En ese entonces, Q vivía en el departamento que estaba al lado del mío. Así que después de prestarnos sal o aderezo para ensaladas, los dos nos hicimos amigos, y pronto estábamos en el cuarto del otro todo el tiempo, escuchando música, bebiendo cerveza. Una vez, mi novia y yo conducimos hasta la costa de Kamakura con Q y su novia. Estuvimos muy cómodos juntos. Luego, durante el receso de verano de mi último año, yo me mudé, y eso fue todo.


La siguiente vez que vi a Q había pasado casi una década. Yo estaba leyendo un libro junto a una elegante piscina de hotel, cerca del distrito de Akasaka. Q estaba sentado en la reposera de al lado, y con él había una hermosa mujer de piernas largas en bikini.


Yo supe de inmediato que ese era Q. Él seguía siendo tan apuesto como siempre, y ahora, justo en los treinta, ostentaba una cierta dignidad que no había tenido antes. Las jóvenes que pasaban le daban una mirada rápida.


Él no se dio cuenta de que yo estaba sentado a su lado. Ciertamente soy un tipo que luce de manera ordinaria, y me encontraba utilizando lentes de sol. No estaba seguro de si debía hablarle, pero al final decidí no hacerlo. Él y la mujer estaban concentrados en su conversación, y yo vacilé sobre interrumpirlos o no. Por otra parte, no había mucho de lo que él y yo pudiéramos haber hablado. “Yo te presté sal, ¿recuerdas?”, “Sí, tienes razón, y también una botella de aderezo para ensaladas”. Nos habríamos quedado sin temas rápidamente. Así que dejé mi boca cerrada y seguí con mi libro.


Aun así, no pude evitar oír lo que Q y su bella acompañante se estaban diciendo mutuamente. Era un asunto verdaderamente complicado. De modo que renuncié a la lectura y los escuché.


“No puede ser”, dijo la mujer. “Tienes que estar bromeando”.


“Lo sé, lo sé”, dijo Q. “Sé exactamente lo que estás diciendo. Pero tienes que verlo desde mi punto de vista también. No estoy haciendo esto porque quiera hacerlo. Fueron los muchachos arriba. Yo solo te estoy diciendo lo que ellos decidieron. Así que no mires de esa manera”.


“Sí, claro” dijo ella.


Q dejó escapar una mirada.


Permítanme resumirles su larga conversación —completada con una dosis de imaginación, por supuesto. Al parecer, Q era ahora director de una estación de TV o algo similar, y la mujer era una cantante o actriz moderadamente conocida. Ella estaba siendo apartada del proyecto por una suerte de escándalo en el que se había visto involucrada, o quizás debido a que su popularidad había disminuido. El trabajo de informarle a ella se lo habían dejado a Q , que era la persona más directamente responsable de las operaciones del día a día. No conozco mucho sobre la industria del entretenimiento, así que no puedo estar seguro de los detalles más finos, pero no creo estar demasiado lejos después de todo.


A juzgar por lo que escuché, Q se estaba despegando de la responsabilidad con genuina sinceridad.


“No podemos sobrevivir sin patrocinadores”, dijo él. “No tengo que decírtelo —conoces el negocio”.


“¿Así que me estás diciendo que no tienes ninguna autoridad ni voz en el asunto?”


“No, no te estoy diciendo eso. Pero lo que yo puedo hacer es realmente limitado”.


Su conversación tornó de rumbo hacia un callejón sin salida. Ella quería saber cuánto se había esforzado él en favor de ella. Él insistía en que había hecho todo lo que podía, pero no tenía forma de probarlo, y ella no le creía. Yo tampoco lo hacía de verdad. Cuánto más sinceramente trataba él de explicar las cosas, una niebla de deshonestidad venía a cubrirlo todo. Pero no era culpa de Q. No era culpa de nadie. Y por eso es que no había manera de salir de la conversación.


Parecía que a la mujer siempre le había agradado Q. Yo sentí que se había llevado bien hasta que el negocio se interpuso. Lo que probablemente hizo que la mujer se enojara todavía más. Al final, ella fue la que se rindió.


“Bien”, dijo. “Lo acepto”. “¿Me traerías una Coca-Cola?”.


Cuando oyó eso, Q respiró aliviado y fue hasta el puesto de refrescos. La mujer se puso anteojos de sol y miró al frente. Para ese momento, yo había leído la misma línea del libro unos cientos de veces.


Pronto, Q volvió con dos vasos grandes de papel. Extendiéndole uno a ella, se recostó en la reposera. “No te deprimas por esto”, dijo él. “Cualquier día tú—”


Pero, antes de que pudiera terminar, la mujer arrojó su vaso lleno sobre él. Le dio directo en el rostro, y alrededor de un tercio del líquido me salpicó a mí. Sin decir una palabra la mujer se levantó y, dando un pequeño tirón a la parte de abajo de su bikini, se alejó sin mirar atrás. Q y yo simplemente nos quedamos sentados allí durante unos buenos quince segundos. La gente de alrededor nos miraba en estado de shock.


Q fue el primero en recobrar la compostura. “Lo siento”, dijo y me tendió una toalla.


“Esta bien”, le respondí. “Simplemente me daré un baño”.


Luciendo un poco molesto, él retiró la toalla y la utilizó para secarse.


“Al menos déjeme pagarle por el libro”, dijo. Es verdad que mi libro estaba mojado. Pero era una edición económica de bolsillo, y no era un ejemplar muy interesante de todos modos. Cualquiera que arrojara Coca-Cola sobre él y me impidiera leerlo estaba haciéndome un favor. Él se animó cuando mencioné eso. Tenía la misma gran sonrisa de siempre.


Q se fue en ese momento, disculpándose conmigo una vez más mientras se levantaba. Él nunca se dio cuenta de quién era yo.


Decidí ponerle a esta historia el título de “El reino que fracasó” porque ese día había leído un artículo en el periódico de la tarde acerca de un reino africano que había fracasado. “Ver un espléndido reino desvanecerse así,” decía, “es mucho más triste que ver una república de segunda categoría colapsar”.

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