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El valle de la lechuza

Cuenta la leyenda —pero yo sé que es verdad— que en lo profundo del valle, justo en el nacimiento del río, habitaba una vez, hace muchos años, una hermosa joven, aunque muy solitaria. Los más viejos aseguran que solo se acercaba al pueblo una o dos veces al año, y no compraba más que un vestido de lino y una capa de piel. Todos concuerdan en que el tiempo parecía no pasar para ella, que se veía siempre igual salvo por su ropa o un cambio de peinado en su cabello color cobrizo-dorado. Dicen también que sus ojos azules se parecían a dos diamantes, o al agua de una laguna cuando el cielo se refleja en ella.


Entre los habitantes del pueblo circulaba el rumor de que era una especie de bruja, hada de los bosques, o algún tipo de ser sobrenatural que los vigilaba incluso en su ausencia. La mayoría de las personas, desde los más grandes hasta los niños, estaban al tanto de estas historias, de modo que la primera cosa interesante que escuchó el extranjero fue la leyenda sobre aquella misteriosa mujer. Sin embargo, al caballero de traje costoso, perfume de flores y sombrero de copa, le pareció algo totalmente ridículo y de gente sin cultura. Aun así, o quizá debido a la insistencia de los aldeanos en la veracidad del relato, decidió ir él mismo a comprobarlo con sus propios ojos.


Por lo que un buen día de verano, muy temprano por la mañana, salió de la pequeña posada en la que estaba hospedado acompañado por un sirviente y una escopeta del largo de sus piernas. Ambos hombres partieron sobre el lomo de dos caballos manchados que alquilaron al herrero por cinco monedas de oro. Como el valle estaba bastante lejos tuvieron que parar y descansar durante la noche. Según contara después el extranjero, podían escuchar el agudo aullido de los lobos dirigiéndose hacia la luna y un sinnúmero de aves nocturnas que cantaban entre la sombra siniestra.


Al despuntar el alba, durante el segundo día, se dirigieron con bastante prisa hasta donde la vegetación comienza a abundar y las mariposas revolotean en busca de flores recién brotadas. Al cabo de una hora de viaje, como los caballos estaban sedientos, y ellos también, se detuvieron cerca de la orilla del río que surge en lo alto de las colinas, producto de la nieve derretida. Decidieron que beberían por turnos, primero lo haría el extranjero junto con su caballo, y luego podría hacerlo el sirviente y su respectivo animal. Se aproximó entonces el caballero hasta la ribera y procedió a arrodillarse sobre la hierba al tiempo que llenaba sus manos con agua. Mientras tanto el otro hacía de vigilante, por si acaso algún peligro llegase a acechar a su adinerado amo.


De pronto, como salido de la nada misma, vieron los dos, contrastándose con el claro cielo, una lechuza de plumas doradas, con pequeñas salpicaduras oscuras y el rostro completamente blanco. A ojos del extranjero, el magnífico ave era un trofeo digno de presentar en su tierra natal por lo que, con mucha resolución, recuperó el arma que había dejado atada a la montura del caballo y apuntó directamente al pecho del animal. El estruendo del disparo resonó contra las pronunciadas laderas y los altos troncos que las adornaban, así como en los oídos de las criaturas que allí habitaban. Incluso hay quienes aseguran que fueron capaces de escucharlo desde la comodidad de sus cabañas de madera.


Pero no fue esto lo que más me impresionó cuando lo oí por primera vez, siendo todavía un niño, de la boca de mi padre. Resulta ser que en el instante mismo en que el fabuloso ser sintió el proyectil rozar su frágil cuerpo, un resplandor del color de sus alas lo envolvió por completo. Durante unos instantes quedó completamente protegido por el escudo que se había formado a su alrededor. Luego, la mágica luz se desvaneció y, delante del extranjero, se apareció una forma completamente humana, con el cabello ondulado cayendo por sus hombros y unos ojos del color del océano observándolo con furia. Después la mujer-lechuza materializó una flecha iluminada entre sus níveas manos y, sin mediar palabra, la arrojó contra el extranjero, que había permanecido petrificado durante todo este tiempo.


Y, tal como se había presentado, de imprevisto, desapareció entre la espesura verde que protegía la zona del valle y el comienzo del río cristalino. En cuanto el extranjero se recuperó de la sorpresa y el asombro, pudo pensar por primera vez en el paradero de su fiel sirviente. Y fue en ese momento en el que comprendió lo caro que había pagado su arrebato y ambición. A sus pies, temblando de dolor y sin poder respirar, se encontraba el joven que lo había acompañado en su irrespetuosa aventura por aquel bosque sagrado. La flecha, que había cesado ya de brillar, se encontraba casi completamente enterrada en su pecho, lográndose ver nada más que el extremo entre la mancha de sangre que se extendía por la vestidura.


Sin poder hacer nada, el extranjero rogó a sus dioses por el alma del desdichado sirviente —que había dado su vida por él— y abandonó el cadáver allí mismo, en el lugar donde acababa de morir. Y después de atar las riendas del otro caballo con las del suyo cabalgó apresuradamente, esta vez sin detenerse, hasta que llegó a la casa más cercana, que era la de mi padre. Mis hermanos y yo aún no habíamos nacido, ya que él todavía era un muchacho al que le gustaba salir a pescar con sus amigos cuando el río crecía por las lluvias. Una vez que aquel hombre hubo descansado y comido una buena trucha asada, le confesó sin vergüenza todo lo que le había acontecido durante su estancia en el bosque.


Mi padre me dijo que pudo sentir el miedo en su voz a medida que avanzaba con el relato.

Al día siguiente, cuando se levantó para ofrecerle otra comida, el caballero ya se había marchado. Más tarde supo por los vecinos que había despertado al herrero muy temprano en la mañana y le había devuelto los caballos casi desmayados. Ante el reproche del primero por las condiciones de los animales el extranjero le había gritado en las narices la misma historia que había oído mi padre la tarde anterior. Después, había robado una canoa que se encontraba amarrada cerca del océano y se había ido remando solo, sin provisiones de ningún tipo y soltando maldiciones contra los habitantes de nuestra aldea, el valle, el bosque que lo escondía y la mujer-lechuza que había tratado de matarlo.


Una semana después, cuando los pobladores estaban empezando a ignorar el extraño suceso, unos vendedores de pieles que se dirigían al pueblo para comerciar dieron aviso de un cuerpo de hombre que habían encontrado ahogado, tendido sobre la playa, con un llamativo traje de seda. Mi padre y el herrero confirmaron la noticia de la muerte del extranjero. En cuanto a la señorita ave que solía pasarse de vez en cuando, nadie más volvió a verla en su estado humano desde aquel terrible incidente. Pero muchos dicen que, en los fríos días de invierno, cuando los demás animales se refugian del viento y la nieve, se puede ver una lechuza dorada, con el rostro inmaculado decorado por dos zafiros, recorriendo el camino desde lo profundo del bosque, sobrevolando las casas durante algunas horas y regresando a su hogar después de la inspección visual.


Y desde entonces, como por un acuerdo no escrito, aquel valle sombrío rodeado de montañas, en donde el agua que desciende de las colinas da vida al río que desemboca en el mar salado, ha pasado a llamarse “El valle de la lechuza”; y cada vez que alguien pregunta por el origen del extraño nombre es aleccionado mediante la historia de la mujer-lechuza, y lo que le pasó al extranjero que se atrevió a buscarla para desafiarla y pretendió destruirla para llevársela consigo. Así me ocurrió a mí, cuando acababa de cumplir los nueve años, y me acerqué a mi padre pretendiendo ser un adulto, y diciéndole que quería ir al bosque, a recoger los frutos de los pinos y las flores olorosas que crecían de la tierra. Eso y un buen golpe en la mejilla del que todavía me acuerdo.

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