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La ola





El inmenso monstruo turquesa se abalanzó sobre la arena, tragándose en un instante el pequeño castillo que con tanto esfuerzo había logrado construir. Una espuma blanca como la nieve fue todo lo que quedó en su lugar, eso y un vacío inmensurable que le destrozó el alma.  No hubo gritos ni llanto, su cuerpo quedó tan inerte e insensible como el de ellos. Una ráfaga del centro del océano congeló el momento en lo profundo de su memoria. Sin embargo, la suerte de ellos le pareció mejor que la suya propia. A ellos los envolvía el calor de la tierra y la fragancia de las flores, mientras que a él el frío del mar se le quedó pegado para siempre por dentro y por fuera. 


Con la llegada del invierno las noches se volvieron largas y desoladoras. La soledad invisible fue conquistando sigilosamente cada una de las habitaciones y rincones de la casa. El bosque cercano quedó totalmente pelado, permitiendo a la lluvia y el viento azotar con furia y despertarlo a medianoche con estruendos terroríficos. Aun así, lo que más le atemorizaba era la proximidad de aquella fuerza devastadora que le había quitado lo que más amaba. Últimamente había traspasado los límites geográficos y se había instalado en el único refugio en el que podía él recordar sin dolor. Cada sueño era ahora invadido por olas inmensas que lo ahogaban cada vez que estaba a punto de alcanzarlos. 


Por un libro que le habían prestado sabía que para superar el miedo tenía sí o sí que enfrentarlo. En cuanto los días parecieron mejorar empezó a preparar su viaje. Para llegar lúcido decidió ir en tren y tratar de dormir durante el trayecto. Le costó mucho, porque podía sentir el agua salada cubriéndole la nariz ni bien cerraba los ojos. Pero a pesar de ello pudo descansar como unas tres horas durante el recorrido. En el mismo momento en el que pisó la bahía pudo percibir el éxito de su cometido. Desde ese día en adelante ya no le temería al irrefrenable y destructivo poder del agua. Después de aquello podría por fin abrazarlos y sentir su cariño. Luego de eso el frío que lo consumía lo abandonaría por completo y volvería a sentir el calor que emanaba del cuerpo de ellos. 

Se fue caminando despacio y cabizbajo por un sendero angosto y largo. Los árboles a los costados le proporcionaron abundante sombra durante toda la caminata. A medida que avanzó el suelo se fue tornando más y más arenoso, mientras que el trino de las aves fue mermando hasta extinguirse. Al aproximarse a un saliente cubierto de musgo, el lúgubre silencio que se había apoderado de su vida fue reemplazado por el suave murmullo producto del vaivén del agua. Sin tener cuidado bajó de prisa las resbaladizas rocas que lo separaban de la costa. Más de una vez estuvo a punto de despeñarse pero nada de eso le importaba. Todo lo que quería era recuperar su vida junto con ellos, sentir su calor y su aliento de nuevo. Al separarse de la última piedra sintió que su cuerpo se helaba todavía más si es que era eso posible. Dio un par de pasos hasta que el agua mansa le acarició los zapatos.


Por primera vez desde aquel día pudo sentir las lágrimas brotar de sus ojos mientras el rostro se le contorsionaba en una mueca de dolor y rabia. Gritó como nunca antes lo había hecho y pudo sentir su agonía reflejándose en cada montículo por ínfimo que fuese. Se dejó caer sobre la arena mojada esperando para enfrentar a las olas cuando se pusiesen furiosas. Estando ahí, sentado frente al océano, sintió como este le suplicaba perdón a cada instante mediante sucesivas oleadas pequeñas que apenas llegaban a empaparle los tobillos. No era eso lo que esperaba. 


Desesperado, rogó poder enfrentarlo como los enemigos que él creía que eran. El mar pareció entenderlo después de muchos susurros entrecortados por el llanto. De repente la suave brisa que había estado soplando se convirtió en un torbellino que agitó las aguas azules y brillantes. Satisfecho por tener la batalla que deseaba se paró firme y dispuesto a luchar. En ese preciso instante la ola de sus sueños apareció frente a sus ojos dispuesta a terminar el trabajo. Todo lo que alcanzó a hacer fue respirar muy hondo antes de sentir la enorme masa translúcida chocar contra su cuerpo. 


El agua salada se le metió en los pulmones sin pedir permiso al mismo tiempo que lo envolvía en un círculo perfecto. Mientras se sumergía hasta lo más profundo sentía como el frío se le iba, y la libertad de antes regresaba a su ser. Allí, rodeado de peces multicolores y tocando el fondo con sus pies supo que había ganado. Lentamente el corazón exaltado se le aquietó y las figuras de los que amaba se hicieron totalmente nítidas. Sintiéndose dueño de hacer lo que quisiera extendió la mano hacia ellos. Sintió que el alma se le salía cuando por fin pudo tocarlos. Cuando los abrazó se sintió rodeado del calor y el amor de ellos. En cuanto el agua se calmó caminó despacio sobre la arena repleta de caracoles triturados. Atravesó todo el fondo del mar agarrado a su mano. Ahora ya no tenía miedo, habían llegado a la otra orilla.

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