Ojos brillantes
- María Laura Romero
- 13 jul 2020
- 3 Min. de lectura
Actualizado: 30 abr 2021

La ciudad estaba desierta, los pocos árboles que veía se zarandeaban de un lado a otro y perdían sus hojas cobrizas con cada movimiento. Siguió caminando con la cabeza gacha un par de cuadras mientras se reprochaba interiormente por haber olvidado el paraguas. Después de mirar hacia todos lados cruzó la estrecha calle que la separaba de la cafetería y se introdujo con prisa dentro del establecimiento. Una vez allí las horas pasaron muy lentamente, debiendo atender a unas cinco o seis personas en el transcurso de la tarde. El aburrimiento era mortal, pensó sin atreverse a decirlo en voz alta.
En cuanto su turno terminó volvió al frío y gris exterior con la misma rapidez que antes. El cielo estaba aún más oscuro a pesar de que faltaba al menos una hora para que fuera de noche, de modo que apuró el paso. Caminó con agilidad a través de veredas rotas y raíces que emergían de la tierra. Luego de un par de minutos, cuando ya podía divisar su cálido hogar, un sonido casi susurrado llegó a sus oídos.
Al principio no se dio cuenta de dónde provenía, pero más tarde, al dirigir su vista hacia el suelo resquebrajado, pudo verlo al fin. Su abundante pelo blanco estaba completamente húmedo y pegado a su cuerpo flaco. Sus extremidades estaban metidas hacia adentro en un vano intento de conservar el calor. Al observarlo con detenimiento fue capaz de notar cómo el felino temblaba y entrecerraba los ojos por el cansancio. Parecía que no tenía más que un par de meses de vida y, lo que era más triste, estaba totalmente solo.
A pesar de que buscó afanosamente por los alrededores no había rastro alguno de la madre, como tampoco pudo hallar ningún posible dueño en todo el barrio. Así que se puso en cuclillas, extendió los brazos hacia el animal asustado y lo acomodó contra la suave tela de su suéter al mismo tiempo que lo sujetaba con su brazo izquierdo. El animalito se quedó muy quieto y, al cabo de unos segundos, comenzó a ronronear. Tan solo unos minutos después se encontraba frente a una chimenea llameante, acostado sobre una alfombra y lamiendo con avidez un plato con leche tibia.
Después de innumerables caricias prodigadas al frágil animal, y de haberse asegurado que estuviera cómodo, decidió que era tiempo de que ella también se dedicara a descansar. Con eso en mente, se despidió del pequeño félido con un «que duermas bien», como si se dirigiera a una persona, y notó un ligero movimiento en sus orejas. Sin embargo, cerca de la medianoche, cuando ya se encontraba envuelta entre gruesas mantas de lana, un sonido ensordecedor la despertó súbitamente.
Conteniendo el aliento, se incorporó lo suficiente como para ver una luz breve difuminándose a través de la cortina floreada; eso sumado al repiqueteo acompasado golpeando contra las tejas le hizo darse cuenta de que no era más que una fuerte tormenta. Finalmente se dispuso a dormir de nuevo y, cuando estaba a punto de hacerlo, fue que lo notó. Parado allí, al lado de su cama, maullándole sin parar. Lo primero que pensó fue que tendría frío, después, que quizás tenía hambre o sed. Mientras intentaba dilucidar lo que aquel pequeño ser podría llegar a necesitar, se percató de un detalle ciertamente inquietante. La puerta estaba abierta.
¿Cómo es que la pesada puerta de algarrobo estaba abierta si ella la había cerrado con llave antes de acostarse? ¿Acaso había entrado un ladrón? Se inclinó rápidamente hacia su lado izquierdo y comprobó que la llave de bronce seguía apoyada sobre la mesita de luz, justo como siempre. Pero el llanto del animal era apremiante, y tenía que hacer algo para calmarlo, o no cesaría en toda la noche. Con la intención de ir a buscar un poco de leche, se dispuso a salir de la cama envuelta en una gruesa bata color carmesí, que solía dejar doblada sobre una silla, en el lado opuesto a la mesita y el ventanal.
De repente, sin saber cómo, una brisa gélida despejó el cristal empañado, y le permitió observar la gigantesca sombra que se proyectaba contra la pared contraria. Asustada, bajó la mirada hacia sus pies descalzos y entonces lo vio. Sentando sobre las baldosas ennegrecidas, con las fauces abiertas como una tumba, su pelo de nieve erizado hasta la punta de la cola y los ojos, abiertos de par en par, brillantes como un relámpago, clavados en su figura diminuta.
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