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Treinta de diciembre



Hoy llueve, llueve a cántaros. Las gotas de lluvia mojan las hojas verdes de una planta cuyo nombre desconozco. Aunque intento no prestar atención, el sonido del agua cayendo llega hasta mí de forma amortiguada. Esto es así porque la tecnología me permite traer las melodías de Tchaikovsky directo hacia el interior de mis oídos sin tener que moverme de mi asiento. Afuera todo está tranquilo, solo de vez en cuando se puede ver una persona o un animal atreviéndose a caminar bajo el temporal.


Desde diferentes puntos de la casa tres gatos miran la lluvia. Ellos también están aburridos, tampoco pueden moverse. Una brisa leve agita las ramas de los árboles. El cielo se ve completamente gris, el sol está oculto por una espesa capa de nubes. Todo a mi alrededor está mojado, los muros de la casa, el asfalto, el pasto corto, la vereda, no hay nada que haya quedado seco. Las flores están alegres, supongo; los cactus bonsai no tanto. Ellos prefieren la sequedad del desierto. ¿Pero qué puedo hacer yo?


La música me hace pensar en el baile, es decir, en la representación escénica de ese conjunto de sonidos. El tono es alegre, como la primavera, sin embargo estamos en verano, hace calor y abundan los mosquitos; con esta lluvia sin duda se van a multiplicar, como si nunca fueran suficientes. Los detesto, odio su horrible zumbido. Al menos de día no se ven tantos, parece que les gusta la noche, cuando sus víctimas están indefensas sobre una cama. Miro por la ventana y veo que ya no llueve, pero lo demás sigue igual.


El olor a tierra mojada es desagradable, espero no sentirlo esta tarde. Prefiero el aroma del jazmín, ese es dulce, y feliz como los días soleados. No como hoy, que no dan ganas de hacer nada. Nada salvo leer. Poemas, cuentos, letras de canciones, todo es válido para matar el tiempo, o intentar que fluya más rápido, como el viento. Ese viento caliente que fluye en los días de verano, que en lugar de facilitar es más como si impidiera la respiración. Agobiante, esa es la palabra.


La brisa ha cobrado fuerza, y la lluvia se deja oír nuevamente. También el trinar de algunos pájaros desde lo alto de sus nidos acompañan el ritmo del agua. Esa agua que gotea por los techos y lava las tejas rojizas que cubren la madera. Algunas están rotas por el paso del tiempo, por caminar sobre ellas al intentar arreglar antenas de televisión. En ciertos lugares el agua se cuela y llega hasta el interior de las casas, haciendo que sus habitantes corran con baldes y trapos en las manos. La lluvia puede ser cruel.


Las notas de diferentes instrumentos se acoplan como un todo, una unidad. Igual que muchas gotas de agua forman una gran tormenta. Esta vez el pronóstico del tiempo fue acertado, salvo por lo del granizo; todavía lo estamos esperando. Eso y la nieve. La mayoría cree que es imposible, por el tipo de clima de Buenos Aires. Pero si puede caer agua, ¿por qué ese mismo elemento no se puede transformar en algo bello, elegante y puro? Pero no, sigue sin ocurrir. Una vez más habrá que conformarse con la lluvia en el penúltimo día del año.

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